Ambas derivan de la palabra griega aristós, superlativo de agathós: bueno. Aristós es alguien excelente, alguien que sobresale, alguien sumamente bueno y apreciable. Tanto aristós como areté tienen posiblemente conexión etimológica entre sí, y ambas con el verbo aresko, el cual vehicula la idea de agradar o ser agradable, deseable, atrayente.
Werner Jaeger, en su obra Paideia, caracteriza así el concepto areté y su evolución significativa en la cultura griega:
"El tema esencial (¡nada menos!) de la historia de la educación griega es el concepto de areté, que se remonta a los tiempos más antiguos. El castellano actual no ofrece un equivalente exacto de la palabra. La palabra "virtud" en su acepción no atenuada por el uso puramente moral, como expresión del más alto ideal caballeresco unido a una conducta cortesana y selecta y al heroísmo guerrero, expresaría acaso el sentido de la palabra griega." (1)
Jaeger nos explica que en el concepto de areté se concentra el ideal del educador en su forma más pura; desde Homero designa no sólo la excelencia humana sino también la superioridad de seres no humanos, como la fuerza de los dioses o el valor y la rapidez de los caballos nobles; el plebeyo y el esclavo no poseen areté, atributo propio de la nobleza, que como toda predominancia, reposa para los griegos sobre la destreza, la inteligencia y la fuerza. Por eso señorío y areté son inseparables, como lo indica ya el parentesco de areté y aristós. Pero además de la fuerza, la areté incluye el heroísmo, una capacidad excelente de emprender tareas arduas, con ánimo grande, con fortaleza en los padecimientos. Implica también nuestros conceptos de honor, gloria, consideración y peso social. Areté es también un ideal de belleza moral. Y de tal altura y valor que vale la pena entregar por ella la vida, prefiriendo el premio de una gloria perdurable al de una vida sin areté. Areté es, en este aspecto, fruto del anhelo de inmortalidad que alienta en el hombre mortal.
La descripción de Jaeger muestra cuántas vertientes de significación se daban en este concepto clave de la cultura griega. Bauernfeind observa con acierto que "en tiempos del Nuevo Testamento la palabra areté era susceptible de ser interpretada de tan diversas maneras que fácilmente podían surgtr malentendidos" (2). En efecto, un abismo separaba por ejemplo lo que podía querer decir un estoico o un cínico con la misma palabra.
2. Coincidencias y divergencias.
No hay que imaginarse pues que existiera en el mundo pagano una ética que pudiera llamarse común ni ideales de lo que es un hombre virtuoso y bueno que pudieran concitar una adhesión universal. Por lo mismo, nos parece poco claro el juicio que hace Gerhard Friedrich en su comentario de Fil 4,8:
"Los cristianos deberán esforzarse por todo cuanto los paganos y los judíos exigen de los suyos, por todo cuanto es considerado virtud en el mundo que los rodea. Estas verdades expresadas de modo general caen muy bien dentro de la carta a los Filipenses. El entrar en colisión con la ética común de nuestros semejantes, el atribuirse libertades especiales, no es señal de cristianismo verdadero (Fil 3,19; 1Cor 5,1). No debemos echar a un lado por principio todo lo que los paganos promueven, exigen o hacen, considerándolo inferior, secundario o sin valor. Al contrario: los cristianos deberán practicar rectamente estas virtudes, ya que están más capacitados que los otros para eso".
Lo que en estas afirmaciones de Friedrich no queda claro son los presupuestos cristianos y particularmente paulinos. Para aludir a ellos sólo con algunos rasgos, recordemos la subordinación de todo juicio de bien moral a la primacía de la caridad (1Cor 13); la exigencia de probarlo todo, es decir, juzgarlo y discernirlo, antes de quedarse con lo que uno encuentra que es bueno (1Tes 5,21); y la situación "en el Señor" o "en Cristo Jesús", ubicua en el contexto inmediato y en toda la carta a los Filipenses, que es la que permite descubrir lo que hay de auténtico en la caótica pluralidad de opiniones que caracterizaba precisamente al mundo pagano. (3)
Es sabido que desde muy temprano los cristianos aprobaron mucho de bueno entre los estoicos. San Justino, en su Apología II (4) refleja una visión que parece ya patrimonio común y sólido de la conciencia cristiana frente al mundo pagano y que parece un desarrollo ulterior de la doctrina de San Pablo en su carta a los Romanos: los paganos pueden conocer el bien, mediante la ley que les muestra la razón natural (Rom 2,14) y, reconoce Pablo, la cumplen a veces, mostrando que los preceptos están escritos en sus corazones. En el citado pasaje, Justino afirma que algunos estoicos y poetas han logrado, gracias a la semilla del Verbo (sperma tou logou) que se halla ingénita en todo el género humano. conocer y obrar el bien. Justino explica que por eso mismo:
"Los demoníos han tenido siempre empeño en hacer odiosos a cuantos, de cualquier modo, han querido vivir conforme al Logos y huir la maldad (kakía). Nada pues, tiene de maravilla si, desenmascarados, tratan también de hacer odiosos, y con más empeño, a los que viven no ya conforme a una parte del Verbo seminal, sino conforme al conocimiento y contemplación del Verbo total (kata ten tou pantos logou) que es Cristo".
Para Justino, la vida de las creaturas angélicas y humanas se caracteriza -y en esto corrige y refuta expresamente la sentencia estoica- por ser libre:
"Dios creó libre al principio lo mismo a los ángeles que al género humano, y por eso recibirán con justicia el castigo de sus pecados en el fuego eterno. Y es que la naturaleza de todo lo que tiene principio (genetou de pantos) es ésta: ser capaz de vicio y de virtud (kakías kai aretés), pues nadie sería digno de alabanza (epainetón) si no pudiera también volverse a uno de aquellos dos.extremos. Esto mismo demuestran aquellos hombres que en todas partes han legislado y filosofado conforme a la recta razón (kata lógon ton orthón), por el hecho de que mandan se hagan unas cosas y se eviten otras". (5)
Los dos términos implicados en la libertad de la creatura se definen pues, según Justino, como bien (areté) y mal (kakía). Ignorar la diferencia de ambos y poner necesidad en el obrar humano, es doctrina de los cínicos contra la cual Justino se lanza a continuación. Ese ideal cínico se encierra en el término indiferencia: adiaforía (6). Refutando esta doctrina cínica, Justino vuelve a usar el término areté y defiende la objetividad de la ley moral contra el relativismo cínico:
"Y no se objete lo que suelen decir los que se tienen por filósofos, que no son más que ruido y espantajos lo que nosotros afirmamos sobre el castigo que los inicuos han de sufrir en el fuego eterno, y que nosotros exigimos que los hombres vivan rectamente por miedo, y no porque la virtud es hermosa y grata (dia to kalón einai kai arestón enáretos). A estos responderemos brevemente que si la cosa no es como nosotros decimos, o no existe Dios, o si existe no se cuida para nada de los hombres, que ni la virtud ni el vicio (areté - kakía) serían nada ni, como antes dijimos, castigarían los legisladores con justicia a los que traspasan las buenas ordenaciones... Y si se nos objeta la diversidad de leyes entre los hombres y que lo que unos tienen como bueno tienen otros por malo, y lo que para éstos pasa por bello es para aquellos vergonzoso..." (7)
Notas:
1) Vol. 1, p. 21. (Trad. española: FCE, México, 1942).
2) Kittel, TWNT, I, 457-461.
3) H. Conzelmann - G. Friedrich Epístolas de la Cautividad. Madrid, Fax 1972, p. 166.
4) Ed. Ruiz Bueno, BAC 7(8) lss; p. 269.
5) Apol II, 6(7), 5-7; Ruiz Bueno, p. 268.
6) Apol II, 8(9), 7; Ruiz Bueno, 271.
7) Apol II, 9, 1-3.
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