
La segunda oportunidad para hablar y escribir sobre hermenéutica fue también por esa época. En 1970 fui invitado a hablar en la Facultad de Teología de los jesuitas en Sâo Lepoldo, Rio Grande del Sur, sobre el tema Fundamento Veterotestamentario de la Esperanza Cristiana .
[Fundamento veterotestamentario de la Esperanza cristiana, en: Perspectiva Teológica (Sâo Leopoldo RS), 3(enero-junio 1971) Nº 4, pp. 67-80]
Desde Marx y su acusación a la esperanza cristiana como “opio del pueblo” la virtud teologal estaba en el banquillo, bajo sospecha, acusada, desprestigiada. Era incorrecto tan siquiera hablar de ella.
Se había instalado en las tribunas donde se hablaba del tema, la censura previa para todo lo sobrenatural. Particularmente la esperanza estaba bajo fuego cruzado, por un lado de las baterías secularistas, por otro de las marxistas.
Por aquellos años se leía La Teología de la Esperanza, de Jürgen Moltmann, publicada en 1968. Aquél primer Moltmann, hijo de un gran Maestre masón convertido al protestantismo, estaba próximo a las posturas inmanentistas de la teología de la liberación.
Algunas pocas cabezas del liberacionismo habían leído
o conocido también la obra del marxista Ernst Bloch Das Prinzip Hoffnung, escrita en el exilio en estados unidos entre los años 1938 a 1947 y publicada recién entre 1950 y 1959.
El diálogo cristiano-marxista había puesto a los cristianos a estudiar las fuentes marxistas más que sus propias fuentes. Nadie ocultaba las simpatías del Consejo Mundial de las Iglesias con la guerrilla armada en América Latina. Sacerdotes para el tercer mundo y cristianos para el socialismo... etc.
Pero, sin necesidad de leer demasiado, las revistas, los medios de comunicación divulgaban el ataque de la inmanencia a la predicación de los novísimos.
Se daba a entender que era crueldad “predicar el evangelio a los estómagos vacíos”, siendo así que ellos eran los más necesitados de saberse hijos amados de Dios y de que se les anunciase la esperanza cristiana.
Como ha dicho Julián Marías: “La más atroz injusticia que se puede cometer con un hombre es despojarlo de su esperanza […] hoy vemos innumerables hombres y mujeres empujados
a la desesperanza, despojados de la expectación de la vida perdurable, mediante el ataque frontal, el desprecio, el sarcasmo, o simplemente la mención en hueco, insincera o ineficaz, o más sencillamente aún el silencio. Para mí – dice Julián Marías – esto es la máxima injusticia social, un despojo difícilmente perdonable” [Julián Marías, Problemas del Cristianismo, Cap. La vertiente religiosa de la justicia social. BAC Minor, (Vol. 51) Madrid 1982, cita en pág. 22.23].
La esperanza mencionable y mencionada, era la esperanza en la victoria de la insurrección contra el imperialismo. Era la esperanza política que se sentía más próxima del mesianismo veterotestamentario que de las promesas de Cristo y la vida eterna.
Describí en aquella conferencia tres esperanzas diversas: la simple esperanza humana como se presenta en el paganismo antiguo; la esperanza veterotestamentaria y la esperanzas cristiana.
Toda esperanza se define por el bien arduo que se busca o se espera, por el fundamento en que se basa para considerarlo alcanzable y no desesperar.
La esperanza pagana se refiere a los bienes inmanentes y su fundamento es el mito del eterno retorno, la promesa del retorno de la edad de oro. Señalé en aquella conferencia la semejanza del optimismo revolucionario marxista y liberacionista, con este sueño de la restauración de la edad dorada originaria. Una esperanza política de alcanzar bienes intramundanos y fundada en la posibilidad mítica de advenimiento de una renovación del orden mundano. En el esquema revolucionario la abolición de un orden se realiza en aras de la instauración del orden ideal, preexistente en el sueño revolucionario.
La esperanza veterotestamentaria se refiere también a bienes inmanentes: la tierra y los hijos. Pero su fundamento no es la vuelta a una edad dorada, en un esquema cíclico de la historia sino una promesa de Dios hecha a los Padres.
Esa esperanza se abre a una esperanza mesiánica, a un reino universal y además, como nota Von Rad: “El Antiguo Testamento es un libro que no se deja leer de otra manera que como un libro de una expectativa siempre creciente […] la historia de la fe de Yahwé se caracteriza por rupturas siempre nuevas, por irrupciones siempre renovadas, por intervenciones, por reiniciaciones que abren nuevas eras”.
Pero la promesa mesiánica puede contaminarse engañosamente con el mito del eterno retorno. Puede pensarse el reino mesiánico a la manera de los reinos de este mundo. Y si la esperanza Veterotestamentaria se concibiese de esa manera, contaminaría también la idea del Reino de Dios como una restauración del orden social intraterreno.
Por eso terminé aquella conferencia con un examen del libro del Eclesiastés (Qohelet) Un libro donde el Rey Salomón explora toda la felicidad posible “bajo el sol”, es decir, en el dominio de la inmanencia, y lo declara “vanidad”, insuficiente para el anhelo del hombre.
“El Eclesiastés, terminaba diciendo, aparece así como un momento de la reflexión teológica del Antiguo Testamento, que pretende conducir al hombre hacia una más auténtica forma de esperanza, aunque no sepa aún claramente qué objeto pueda proponer a su expectativa. Sabe sí cuál no debe ser el objeto de una esperanza. Pero sobre todo ha descubierto que la esperanza es un modo de ser del hombre "en esta vida bajo el sol" y que debe guiarlo en "su vida bajo el sol sobre la tierra". Es así, cómo preparando el camino de la esperanza cristiana, la fundamenta”.
Salomón critica como utópicas las ilusiones mesiánicas de un reino terreno como una restauración de un ideal pasado. Aún si se restaurase toda la gloria del reinado de Salomón ¿Cuánto duraría? ¿No lo destruiría su sucesor? ¿No volvería a suceder lo mismo? Para el Eclesiastés no existe la “utopía sustentable”. Nada hay nuevo bajo el sol.
En el Eclesiastés podemos ver el fundamento de la esperanza cristiana en la medida en que postula un bien que exceda todo lo conocido y experimentado, todo esplendor llamado a caducar. . Supongamos que viene un nuevo Salomón y que la historia se repite. ¿Creéis que sólo se repetirá parcialmente, en lo que tiene de gloriosa? ¿Creéis que no se repetirá la decadencia que siguió a esa gloria? "Nada hay nuevo bajo el sol. Lo que sucedió antes, eso volverá a suceder; lo que fue, eso será. Y si hay algo de lo cual se dice: mira, esto es nuevo; ese algo ya existía en los siglos antes que nosotros". El hombre no aprende de la historia: "Nadie piensa en las generaciones de antes; y una generación no permanece en la memoria de las que le siguen" y con estas palabras introduce el Eclesiastés el ejemplo de Salomón. Salomón, lo dice. No un pobre o un necio, sino el hombre que puede tener conocimiento de causa .Su amarga conclusión no es una frase inventada arbitrariamente y que pudiese sonar inverosímil en tales labios. Los motivos que Salomón tenía para poder hablar así son tan conocidos que el Eclesiastés no necesita mencionarlos. La gloria de su reinado no le sobrevivió largo tiempo. Casi apenas fallecido comenzó el reino a desmoronarse, presa de internas tensiones ante las cuales su sucesor se mostró inepto: "¿qué hará el sucesor del Rey (2,12.19)?". Desde entonces comenzó la cadena de desgracias, guerras, dominación extranjera, cautividad, destierro…. ¿y qué quedó del apogeo de Salomón y su gloria?
Es en vano esperar la salvación de un rey a lo Salomón. La salvación no puede consistir en una vuelta al pasado, ni en una nueva versión política del Hijo de David. El mismo Salomón, si viviese hoy diría sabiamente: me desalienta ver los frutos de mi fatiga (2,20). ¿Qué motivos tenemos para creer que un rey mesiánico a lo Salomón no se vería obligado a decir lo mismo al hacer el balance de sus logros?
La tentación de un mesianismo regio, de dimensiones políticas y exclusivamente intraterrenas, era la tensión más obvia para el Israel rodeado de vecinos en que la esperanza de los pueblos no conocía otra forma. Aunque fundaran en Yahwé su esperanza, el objeto mismo de dicha esperanza no difería demasiado de los vecinos. Lo que está en juego en el uso polémico de la figura de Salomón, es más que la figura del Rey: es el destino del pueblo de Israel. Un pueblo oriental puede mirarse a sí mismo, mirándose en su rey como en un espejo. En la suerte del rey experimenta su propia suerte. Pueblo y rey son solidarios como cabeza y miembros. Sedekías, hecho prisionero en una fuga cobarde, arrancados los ojos por orden de Nabucodonosor, es arrastrado en cadenas a la prisión de Babilonia, convertido en símbolo del Pueblo cuya suerte no había querido compartir. Un rey ciego y derrotado para el "pueblo que marcha en las tinieblas". En la añoranza de un nuevo Salomón se encerraba la añoranza de un apogeo nacional. Esta esperanza estaba fundada en Dios, pero por su objeto era exclusivamente intraterrena. Su objeto está bajo el sol. El Eclesiastés hace la crítica de todas las realidades que hay bajo el sol y concluye que ninguna es digna de ser objeto de la esperanza del hombre. Todas son vanas, huecas, inconsistentes, incapaces de hacer su felicidad. Con esta radical ofensiva contra la autosuficiencia y la auto seguridad del hombre, anidado en sus cosmovisiones, aún piadosas, el Eclesiastés, no pretende sembrar porque sí la angustia existencial y la desesperación. En su búsqueda de la verdadera paz, del verdadero objeto de una esperanza, desenmascara todos los posibles refugios de la presunción y de las falsas esperanzas.
Así, el Eclesiastés funda y prepara el aporte cristiano. Lo hace negativamente, mostrando dónde no se debe buscar, y dónde no se debe esperar: debajo del sol, en la esfera de lo intraterreno e inmanente, en la esfera de la obra de mano de hombres. Si hay un bien digno de fundar una esperanza de realización humana, ésta no puede venir del hombre. Debe venir de Dios (ver Ps.391). El Eclesiastés sienta sí el postulado de la trascendencia del objeto de la esperanza, y con esto, alcanzando una cumbre de reflexión de fe veterotestamentaria, queda abierto el aporte cristiano, que vendrá a responder a las preguntas que dejaba abiertas.
Mostraba pues, en esta conferencia, cómo la esperanza cristiana es singular tanto por su objeto como por el fundamento de la esperanza en alcanzarlo. El objeto es ahora el Padre, Dios Padre y la posibilidad de vivir ante Él como hijos. Y el fundamento es el Hijo y sus promesas y mandamientos nuevos.
El escándalo ante este planteo, la decepción ante lo que experimentaban los desencantados de la fe como un poco apetitoso “más de lo mismo”, fue palpable durante el encuentro en Sâo Leopoldo y a mi regreso a Uruguay. No se podía hablar de la Esperanza cristiana, de su objeto ni de su fundamento. Eso era un discurso contrarrevolucionario.
A raíz de esta conferencia se me hizo evidente hasta qué punto personas del gobierno y de la formación de los jóvenes de la Compañía de Jesús en Brasil y Uruguay se habían enrolado intelectual y espiritualmente en el sueño mesiánico liberacionista. Un mesianismo contaminado con el mito revolucionario del eterno retorno.
[Continuará]
El diálogo cristiano-marxista había puesto a los cristianos a estudiar las fuentes marxistas más que sus propias fuentes. Nadie ocultaba las simpatías del Consejo Mundial de las Iglesias con la guerrilla armada en América Latina. Sacerdotes para el tercer mundo y cristianos para el socialismo... etc.
Pero, sin necesidad de leer demasiado, las revistas, los medios de comunicación divulgaban el ataque de la inmanencia a la predicación de los novísimos.
Se daba a entender que era crueldad “predicar el evangelio a los estómagos vacíos”, siendo así que ellos eran los más necesitados de saberse hijos amados de Dios y de que se les anunciase la esperanza cristiana.
Como ha dicho Julián Marías: “La más atroz injusticia que se puede cometer con un hombre es despojarlo de su esperanza […] hoy vemos innumerables hombres y mujeres empujados

La esperanza mencionable y mencionada, era la esperanza en la victoria de la insurrección contra el imperialismo. Era la esperanza política que se sentía más próxima del mesianismo veterotestamentario que de las promesas de Cristo y la vida eterna.
Describí en aquella conferencia tres esperanzas diversas: la simple esperanza humana como se presenta en el paganismo antiguo; la esperanza veterotestamentaria y la esperanzas cristiana.
Toda esperanza se define por el bien arduo que se busca o se espera, por el fundamento en que se basa para considerarlo alcanzable y no desesperar.
La esperanza pagana se refiere a los bienes inmanentes y su fundamento es el mito del eterno retorno, la promesa del retorno de la edad de oro. Señalé en aquella conferencia la semejanza del optimismo revolucionario marxista y liberacionista, con este sueño de la restauración de la edad dorada originaria. Una esperanza política de alcanzar bienes intramundanos y fundada en la posibilidad mítica de advenimiento de una renovación del orden mundano. En el esquema revolucionario la abolición de un orden se realiza en aras de la instauración del orden ideal, preexistente en el sueño revolucionario.
La esperanza veterotestamentaria se refiere también a bienes inmanentes: la tierra y los hijos. Pero su fundamento no es la vuelta a una edad dorada, en un esquema cíclico de la historia sino una promesa de Dios hecha a los Padres.
Esa esperanza se abre a una esperanza mesiánica, a un reino universal y además, como nota Von Rad: “El Antiguo Testamento es un libro que no se deja leer de otra manera que como un libro de una expectativa siempre creciente […] la historia de la fe de Yahwé se caracteriza por rupturas siempre nuevas, por irrupciones siempre renovadas, por intervenciones, por reiniciaciones que abren nuevas eras”.
Pero la promesa mesiánica puede contaminarse engañosamente con el mito del eterno retorno. Puede pensarse el reino mesiánico a la manera de los reinos de este mundo. Y si la esperanza Veterotestamentaria se concibiese de esa manera, contaminaría también la idea del Reino de Dios como una restauración del orden social intraterreno.
Por eso terminé aquella conferencia con un examen del libro del Eclesiastés (Qohelet) Un libro donde el Rey Salomón explora toda la felicidad posible “bajo el sol”, es decir, en el dominio de la inmanencia, y lo declara “vanidad”, insuficiente para el anhelo del hombre.
“El Eclesiastés, terminaba diciendo, aparece así como un momento de la reflexión teológica del Antiguo Testamento, que pretende conducir al hombre hacia una más auténtica forma de esperanza, aunque no sepa aún claramente qué objeto pueda proponer a su expectativa. Sabe sí cuál no debe ser el objeto de una esperanza. Pero sobre todo ha descubierto que la esperanza es un modo de ser del hombre "en esta vida bajo el sol" y que debe guiarlo en "su vida bajo el sol sobre la tierra". Es así, cómo preparando el camino de la esperanza cristiana, la fundamenta”.
Salomón critica como utópicas las ilusiones mesiánicas de un reino terreno como una restauración de un ideal pasado. Aún si se restaurase toda la gloria del reinado de Salomón ¿Cuánto duraría? ¿No lo destruiría su sucesor? ¿No volvería a suceder lo mismo? Para el Eclesiastés no existe la “utopía sustentable”. Nada hay nuevo bajo el sol.
En el Eclesiastés podemos ver el fundamento de la esperanza cristiana en la medida en que postula un bien que exceda todo lo conocido y experimentado, todo esplendor llamado a caducar. . Supongamos que viene un nuevo Salomón y que la historia se repite. ¿Creéis que sólo se repetirá parcialmente, en lo que tiene de gloriosa? ¿Creéis que no se repetirá la decadencia que siguió a esa gloria? "Nada hay nuevo bajo el sol. Lo que sucedió antes, eso volverá a suceder; lo que fue, eso será. Y si hay algo de lo cual se dice: mira, esto es nuevo; ese algo ya existía en los siglos antes que nosotros". El hombre no aprende de la historia: "Nadie piensa en las generaciones de antes; y una generación no permanece en la memoria de las que le siguen" y con estas palabras introduce el Eclesiastés el ejemplo de Salomón. Salomón, lo dice. No un pobre o un necio, sino el hombre que puede tener conocimiento de causa .Su amarga conclusión no es una frase inventada arbitrariamente y que pudiese sonar inverosímil en tales labios. Los motivos que Salomón tenía para poder hablar así son tan conocidos que el Eclesiastés no necesita mencionarlos. La gloria de su reinado no le sobrevivió largo tiempo. Casi apenas fallecido comenzó el reino a desmoronarse, presa de internas tensiones ante las cuales su sucesor se mostró inepto: "¿qué hará el sucesor del Rey (2,12.19)?". Desde entonces comenzó la cadena de desgracias, guerras, dominación extranjera, cautividad, destierro…. ¿y qué quedó del apogeo de Salomón y su gloria?
Es en vano esperar la salvación de un rey a lo Salomón. La salvación no puede consistir en una vuelta al pasado, ni en una nueva versión política del Hijo de David. El mismo Salomón, si viviese hoy diría sabiamente: me desalienta ver los frutos de mi fatiga (2,20). ¿Qué motivos tenemos para creer que un rey mesiánico a lo Salomón no se vería obligado a decir lo mismo al hacer el balance de sus logros?
La tentación de un mesianismo regio, de dimensiones políticas y exclusivamente intraterrenas, era la tensión más obvia para el Israel rodeado de vecinos en que la esperanza de los pueblos no conocía otra forma. Aunque fundaran en Yahwé su esperanza, el objeto mismo de dicha esperanza no difería demasiado de los vecinos. Lo que está en juego en el uso polémico de la figura de Salomón, es más que la figura del Rey: es el destino del pueblo de Israel. Un pueblo oriental puede mirarse a sí mismo, mirándose en su rey como en un espejo. En la suerte del rey experimenta su propia suerte. Pueblo y rey son solidarios como cabeza y miembros. Sedekías, hecho prisionero en una fuga cobarde, arrancados los ojos por orden de Nabucodonosor, es arrastrado en cadenas a la prisión de Babilonia, convertido en símbolo del Pueblo cuya suerte no había querido compartir. Un rey ciego y derrotado para el "pueblo que marcha en las tinieblas". En la añoranza de un nuevo Salomón se encerraba la añoranza de un apogeo nacional. Esta esperanza estaba fundada en Dios, pero por su objeto era exclusivamente intraterrena. Su objeto está bajo el sol. El Eclesiastés hace la crítica de todas las realidades que hay bajo el sol y concluye que ninguna es digna de ser objeto de la esperanza del hombre. Todas son vanas, huecas, inconsistentes, incapaces de hacer su felicidad. Con esta radical ofensiva contra la autosuficiencia y la auto seguridad del hombre, anidado en sus cosmovisiones, aún piadosas, el Eclesiastés, no pretende sembrar porque sí la angustia existencial y la desesperación. En su búsqueda de la verdadera paz, del verdadero objeto de una esperanza, desenmascara todos los posibles refugios de la presunción y de las falsas esperanzas.
Así, el Eclesiastés funda y prepara el aporte cristiano. Lo hace negativamente, mostrando dónde no se debe buscar, y dónde no se debe esperar: debajo del sol, en la esfera de lo intraterreno e inmanente, en la esfera de la obra de mano de hombres. Si hay un bien digno de fundar una esperanza de realización humana, ésta no puede venir del hombre. Debe venir de Dios (ver Ps.391). El Eclesiastés sienta sí el postulado de la trascendencia del objeto de la esperanza, y con esto, alcanzando una cumbre de reflexión de fe veterotestamentaria, queda abierto el aporte cristiano, que vendrá a responder a las preguntas que dejaba abiertas.
Mostraba pues, en esta conferencia, cómo la esperanza cristiana es singular tanto por su objeto como por el fundamento de la esperanza en alcanzarlo. El objeto es ahora el Padre, Dios Padre y la posibilidad de vivir ante Él como hijos. Y el fundamento es el Hijo y sus promesas y mandamientos nuevos.
El escándalo ante este planteo, la decepción ante lo que experimentaban los desencantados de la fe como un poco apetitoso “más de lo mismo”, fue palpable durante el encuentro en Sâo Leopoldo y a mi regreso a Uruguay. No se podía hablar de la Esperanza cristiana, de su objeto ni de su fundamento. Eso era un discurso contrarrevolucionario.
A raíz de esta conferencia se me hizo evidente hasta qué punto personas del gobierno y de la formación de los jóvenes de la Compañía de Jesús en Brasil y Uruguay se habían enrolado intelectual y espiritualmente en el sueño mesiánico liberacionista. Un mesianismo contaminado con el mito revolucionario del eterno retorno.
[Continuará]