Las parábolas suelen ser tratadas en las homilías dominicales, para tedio de los parroquianos, como una especie de envase simbólico descartable, de lo que ya se sabe. ¿Imitando al Talmud? En estos casos tiene lugar una especie de “talmudización” - sin ánimo despectivo y como pura calificación de un género literario - de la predicación (y de la catequesis).
Se aspira a iluminar las Escrituras con hechos de vida, en vez de iluminar la vida con la fe en las palabras de Dios.
Porque no basta tampoco con predicar tomando las palabras de las Escrituras. También Satanás sabe invocar los dichos bíblicos para sus fines. Es necesario que las palabras de Dios vayan animadas con el Espíritu y el poder de Dios: “en ostensión de Espíritu y poder” (1 Cor 2, 4).
En consonancia con el hoy difundido modelo neotalmúdico, - que sólo al desprevenido pueda parecerle novedad -, se maneja la parábola como "un hecho de vida" que sería lo mismo, o mejor, sustituir por anécdotas de la vida diaria y del mundo cultural de los oyentes: "¡Ninguno de estos fieles o niños de catequesis ha visto un sembrador ni un trigal o un viñedo, ni un pastor ni una oveja! ni una semilla de mostaza... etc. etc.".
Pocos son hoy los predicadores, se lamentan estos fieles, que, superados estos prejuicios actualistas, sepan exponer las enseñanzas místicas, esjatológicas, cristológicas, eclesiológicas y soteriológicas que las parábolas contienen y que lo hagan como creyentes entusiastas. Por el contrario, cunde, en la práctica homilética, la reducción puritano-moralista del sentido de las parábolas o su abandono y sustitución en aras de la acomodación al tiempo y a la cultura de los oyentes. Los fieles quisieran verdades que les calienten el corazón y los sumerjan en Dios. De poco les sirve que se les hable de Dios si no se los introduce a hablar con Dios.
Esto se debe en buena parte a que se aspira solamente a hacer entendible o comprensible lo que no llegará a serlo si no es anunciado para ser visto y creído; y, sobre todo, porque es creído y vivido como bienaventuranza por el predicador.
Porque en efecto, lo que da fecundidad espiritual a la predicación no son tanto las explicaciones y las ideas, ni las exhortaciones morales, sino más bien el anuncio de acontecimientos de gracia, por quien está sinceramente fascinado por ellos. No se trata de que los fieles “entiendan” o se decidan a practicar lo que ya “entienden” pero no hacen, sino de que crean y se impliquen en el misterio en el que está inmerso el predicador.