
CAPÍTULO
IV
EL
RITO HACE LA FUERZA
EN
QUÉ SE DISTINGUE LA MISA
[Tomado de: Scott Hahn, La Cena del Cordero, La Misa, el cielo en la tierra. Edit. Rialp, Madrid 2011 (15ª ed.) Patmos, Libros de espiritualidad]
Ir
a Misa es ir al cielo, donde «Dios mismo [...) enjugará toda lágrima» (Apoc 21,
34). Pero el cielo es mucho más que eso. Es donde nos sometemos a juicio, donde
nos vemos a nosotros mismos a la clara luz matutina del día eterno, y donde el
justo Juez lee nuestras obras en el libro de la vida. Nuestras obras
nos acompañan, cuando vamos al Cielo. Van con nosotros, cuando vamos a Misa.
Ir
a Misa es renovar nuestra alianza con Dios, como en un banquete de bodas...
porque la Misa es la cena nupcial del Cordero. Como en una boda, hacemos unas
promesas, nos comprometemos a nosotros mismos, asumimos una nueva identidad.
Somos cambiados para siempre.
Ir
a Misa es recibir la plenitud de la gracia, la vida misma de la Trinidad. Ningún
poder del cielo o de la tierra puede darnos más de lo que recibimos en Misa,
pues recibimos a Dios dentro de nosotros mismos.
No
debemos subestimar estas realidades. En la Misa Dios nos ha dado su misma vida. No se trata
simplemente de una metáfora, un símbolo o un anticipo. Tenemos que ir a Misa
con ojos y oídos, mente y corazón, abiertos a la verdad que se nos presenta
delante, la verdad que se eleva como incienso. La vida de Dios es un don que
tenemos que recibir adecuadamente y con gratitud. Nos da la gracia como nos ha
dado el fuego y la luz, que, mal usados, pueden quemarnos o cegarnos. De modo
parecido, la gracia recibida indignamente nos expone a un juicio y a
consecuencias mucho más graves.
En
cada Misa, Dios renueva su Alianza con cada uno de nosotros poniendo ante
nosotros vida y muerte, bendición y maldición. Tenemos que elegir para nosotros
la bendición y rechazar la maldición, y tenemos que hacerlo desde el mismo
comienzo.
DA
EL GOLPE
Desde
el momento en que te encaminas a la iglesia, te sitúas bajo juramento. A1 meter
los dedos en agua bendita, renuevas la alianza que comenzó con tu bautismo.
Quizá te bautizaron de niño; tus padres tomaron la decisión por ti. Pero ahora,
con este simple movimiento, tomas la decisión por ti mismo. Con el agua, tocas
la frente, el corazón, los hombros y te santiguas en «el nombre» en el que
fuiste bautizado. Este gesto envuelve tu aceptación del Credo, que tus padres
aceptaron en tu nombre cuando te bautizaron. Unido a este gesto está tu rechazo
de Satanás, y de todas sus pompas, y de todas sus obras.
Haciendo
esto, testificas, das testimonio, como si estuvieras en un tribunal. En un
tribunal, un testigo se pone en riesgo a sí mismo, su reputación y su futuro.
Si falla en decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad, sabe que
se enfrentará a severas consecuencias.
Tú también estás bajo juramento. No lo olvides: la palabra latina sacramentum
significa literalmente « ju ramento». Cuando haces la señal de la cruz renuevas
el sacramento del bautismo, renovando así tu obliga ción de vivir de acuerdo
con los derechos y obligacio nes de la Nueva Alianza. Amarás
a Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu alma y con to das
tus fuerzas; amarás al prójimo como a ti mismo. Te has comprometido
especialmente a decir la verdad durante esta Misa. Porque ésta es la sala de
justicia del cielo; aquí Dios abrirá el libro de la vida; aquí ocuparás el
estrado de los testigos. Muchas, muchas veces durante la vida dirás «Amén»,
palabra aramea que expresa asentimiento y estar de acuerdo: ¡Sí! ¡Así sea! ¡En
verdad! «Amén» es más que una respuesta; es un compromiso personal. Cuando
dices « Amén», comprometes tu vida. Por tanto, tienes que saber lo que dices.
Por
eso, en la Misa no eres simplemente un espectador. Eres un participante. Tuya
es la alianza que vas a renovar. Tuya es la alianza que Jesús mismo renovará,
aquí y ahora.
COMIDA
QUE SELLA UN PACTO
Siempre
que Dios hizo una Alianza, dio también un programa para su renovación. La
Alianza no era
solamente
un acontecimiento pasado; estaba en activo, perpetuamente presente, continuamente
actualizada. Habrían de pasar generaciones desde la Alianza del Sinaí; pero
cada vez que los hijos de Israel renovaban esa Alianza, cada vez que celebraban
la Pascua, era como si la Alianza se estuviera realizando hoy.
La
Misa es nuestra perpetua renovación de la Nueva Alianza. Es
un juramento solemne que haces ante innumerables testigos, como en la sala de
justicia del Apocalipsis. « Por eso con todos los coros angélicos cantamos
[...]». Cuando el cielo baja a la tierra, recibes el privilegio de rezar junto
a los ángeles. Pero recibes también la obligación de vivir con arreglo a tus
oraciones. Esos mismos ángeles te harán responsable de cada palabra que reces.
Y
no sólo de lo que reces, sino de lo que oigas. Porque lo que oímos proclamar es
la Palabra de Dios, y no las promesas de cualquier político a quien podemos
votar «a favor» o « en contra»..Escuchamos la Palabra de Dios, y no cualquier
reportaje de actualidad cuya fiabilidad podemos permitirnos poner en duda. En
los tribunales de la tierra los testigos simplemente juran sobre la Biblia; en
Misa juramos la Biblia.
Oímos la Palabra de Dios; estaremos obligados por ella.
«Creo
ea la Iglesia que es una, santa, católica y apostólica». ¿Vivimos de acuerdo
con las enseñanzas de esa Iglesia sin reservas y sin excepción? Los encuestas
indican que más del 90% de los católicos de los Estados Unidos, por ejemplo,
rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre el control artificial de la natalidad. Pero
podemos suponer que estos mismos católicos se sitúan bajo juramento cada
domingo y recitan el Credo. ¿Cuáles son las consecuencias de tan enormes falsos
testimonios?
«Perdona
nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
Nosotros, que mendigamos la misericordia de Dios, ponemos esta condición para
su misericordia: que perdonaremos primeramente a aquellos que nos han
agraviado. Pero casi todos cargamos con algunos rencores, incluso más allá del
umbral de la iglesia.
«La
paz del Señor esté siempre con vosotros. Y con tu espíritu». Simbólicamente
damos la paz a los que están a nuestro lado, pero ¿cuántas horas pasarán entre
el final de la Misa y el primer estallido de nuestro genio?
«El
Cuerpo de Cristo. Amén». ¿Con qué atención recibimos el pan de vida, al Cristo
de la fe y de la historia? Si cumplimentásemos a un rey de la tierra con la
misma atención, ¿cómo seríamos juzgados?
Oír
la palabra de Dios. Recibir el pan de vida. Son profundos misterios; son dones
increíbles; pero son también poderosos compromisos. En la Misa recibimos vida
divina, poder divino, más poderoso que las mayores fuerzas de la tierra. Piensa en
la electricidad, que puede alumbrar tu casa o parar tu corazón. Piensa en el
fuego, que puede dar calor a tu familia o consumir una manzana de la ciudad. No son más que
sombras borrosas del poder sobrenatural de Dios, que creó el fuego y formó la
tierra de la nada. Si
enseñamos a nuestros hijos a tratar con respeto la electricidad y el fuego,
¿con cuánto mayor respeto deberíamos tratar los misterios mismos del cielo, que
nos llenan en la Comunión?
LA VERDAD O SUS
CONSECUENCIAS
No
podemos excusarnos del juicio que nos atraemos cuando fracasamos en cumplir
nuestro testimonio. Escucha la advertencia de San Pablo: «por tanto cualquiera
que come el pan o bebe el cáliz del Señor indignamente será reo de profanar el
Cuerpo y la Sangre del Señor» (1 Cor 11, 27). ¡Reos de blasfemia! No es poca
cosa. Para asegurarse un sacrificio puro, los primeros cristianos confesaban
sus pecados... ¡en público! Hoy en día el sacramento de la Confesión es privado
y no tan oneroso. ¿Le sacamos el máximo provecho?
«
Por esto es por lo que muchos de vosotros sois débiles y enfermos y algunos han
muerto» (1 Cor 11, 29). No nos atrevemos a desechar esta afirmación como algo
caducado o supersticioso. San Pablo sabía lo que decía y la Iglesia, aún hoy,
conserva esta idea en la
liturgia. La malas comuniones hacen recaer un juicio sobre
nuestras cabezas. El sacerdote, antes de recibirla Comunión, dice: « no sea
para mí un motivo de juicio y condenación sino que [...] me aproveche para
defensa de alma y cuerpo y como remedio saludable».
Recibir
la Comunión, por tanto, es recibir el cielo... o buscarse el más severo
castigo. En algunas épocas y lugares, el peso de este juicio apartó a los
cristianos de la Comunión durante años. Pero ésta no es la solución de San
Pablo. Más que apartarse, recomienda el arrepentimiento. «Examínese el hombre a
sí mismo y entonces coma del pan y beba del cáliz» (1 Cor 11, 28).
Nadie
puede superar este examen. Todos somos pecadores. Nadie es digno de acercarse a
Dios todo poderoso... y mucho menos de entrar en comunión con Él. Incluso San
Juan, el discípulo amado y modelo de pureza y virtud, cayó maravillado cuando
vio a su mejor amigo, Jesucristo, en la gloria. ¿Cómo respondemos interiormente
cuando el sacerdote levanta la hostia y dice « éste es el Cordero de Dios...»?
No
lo dudes: tenemos que empeñarnos en las batallas espirituales que nos
conseguirán recogimiento, atención y contrición durante la Misa.
AMOR
VERDADERO SIEMPRE
Queremos
la bendición de la alianza y no la maldición. Cuanto más preparados estemos para la
Misa, más gracia sacaremos de ella. Y recuerda: la gracia disponible en la Misa
es infinita... es toda la gracia del cielo. El único límite es nuestra
capacidad para recibirla.
Esta
bendición es puro poder, aunque no como el mundo entiende el poder. La gracia
significa libertad, pero no como el mundo entiende la libertad. La unión
con Cristo hizo a Simón Pedro más fuerte que el emperador romano Nerón, aun
cuando Nerón decretase la muerte de Pedro. Pedro recibió el cielo; Nerón
gobernó el mundo, pero fue consumido por sus perversiones, que crecieron cada
vez más depravadas llevándole al suicidio el año 68.
La
gracia compensa cada debilidad de nuestra naturaleza humana. Con la ayuda de
Dios somos capaces de hacer lo que nunca podríamos hacer por nosotros mismos: a
saber, amar perfectamente, sacrificarnos completamente, entregar nuestras vidas
como Cristo lo hizo. No estaremos aferrados a nada de la tierra, prefiriendo en
vez de eso levantarnos hacia el cielo.
Los
mártires del Apocalipsis son los únicos que hablan desde el altar. Son
sacramentos del sacrificio eucarístico de Cristo. En sus vidas, manifestaron la
verdadera naturaleza del amor: ofrecerse uno mismo en sacrificio.
Podemos
vivir este martirio dondequiera que estemos. Para ser mártires, no necesitamos
viajar a países opresores anticristianos. Tan sólo necesitamos hacer las mismas
cosas que hemos hecho siempre... pero haciendo, de cada uno de esos gestos,
acciones, pensamientos y sentimientos, una expresión de amor al Padre, una
imitación del Hijo dentro de nosotros. Eso es lo que quiere decir vivir la
Misa.
HACER
MARAVILLAS
Ser
misionero y mártir quiere decir restaurar todas las cosas en Cristo. Significa
hacer la cena para Cristo, y por Él para el Padre y para sus hijos, que son los
tuyos. Significa ir a trabajar y hacer las tareas con amistad hacia tus
compañeros, y no solamente para que te suban el sueldo el próximo año o para
conseguir una promoción, sino para ganar una herencia eterna.
Recuerda
de nuevo las palabras del Vaticano 11: « todas sus obras, oraciones, tareas
apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso
espiritual y corporal [...], todo ello se convierte en sacrificios espirituales
agradables a Dios por Jesucristo [...], que ellos ofrecen con toda piedad a
Dios
Padre
en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del Cuerpo del
Señor».
Toda
nuestra vida está metida en la Misa y se convierte en nuestra participación en la Misa. Cuando el cielo
baja a la tierra, levantamos nuestro corazón para encontrarlo a mitad de
camino. Ése es el esplendor de lo ordinario: el día a día se convierte en
nuestra Misa. Así es como realizamos el Reino de Dios. Cuando empezamos a ver
que el cielo nos espera en la Misa, empezamos ya a llevar nuestra casa al
cielo. Y empezamos ya a llevarnos el cielo a casa.
Nos
convertimos en mártires, testigos de Jesucristo, cuya parusía, cuya Presencia,
conocemos más íntimamente.
LA CENA ESTÁ
PREPARADA
Fuimos
hechos como criaturas de la tierra, pero fuimos hechos para el cielo, nada
menos. Fuimos hechos en el tiempo, como Adán y Eva, pero no para permanecer en
un paraíso terrenal, sino para ser llevados a la vida eterna de Dios mismo.
Ahora, el cielo ha sido desvelado para nosotros con la muerte y resurrección de
Jesucristo. Ahora se da la Comunión para la que Dios nos ha creado. Ahora, el cielo toca
tierra y te espera. Jesucristo mismo te dice: «mira, estoy a la puerta y llamo;
si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré a él y comeré con él y él
conmigo» (Apoc 3, 20).
La
puerta se abre ahora a la cena nupcial del Cordero