
“Fue Él [el Verbo, el Hijo] quien en la zarza ardiente
conversó con Moisés y dijo: “He visto los sufrimientos de mi pueblo en Egipto y
he bajado para liberarlo” (Ex 3,7-8).
Él subía y bajaba para liberar a los
oprimidos arrancándonos del poder de los Egipcios, es decir, de toda clase de
idolatría e impiedad; salvándonos del mar Rojo, es decir, liberándonos de las
turbulencias homicidas de los Gentiles y de las aguas amargas de sus
blasfemias.
Estos acontecimientos eran continua repetición de lo que a
nosotros se refiere en el sentido que el Verbo de Dios mostraba entonces
anticipadamente, en tipo, las cosas futuras, mientras ahora nos arranca de
veras de la servidumbre cruel de los Gentiles.
Y en el desierto hizo brotar con abundancia un río de agua
de una roca. Y la roca es Él. Y produjo doce fuentes, esto es, la doctrina de
los doce apóstoles.
Y a los recalcitrantes e incrédulos los hizo morir y
desaparecer en el desierto.
Pero a los que creían en Él, hechos [antes] niños por
la malicia, los introdujo [ahora] en la herencia de los Padres que recibió y
distribuyó [ya] no Moisés sino Jesús; todavía más, nos ha liberado de Amaleq
extendiendo sus manos, y nos condujo e hizo subir al reino del Padre”
(Editorial Ciudad Nueva, Madrid 20012).