“Entonces Jesús apartándose de la gente vino a la casa. (La casa es la de Pedro en Cafarnaúm y dado que allí es donde comienza a congregarse la Iglesia, la simboliza. Por lo tanto, Jesús se recoge con sus discípulos)
Y acercándose a él sus discípulos, le decían: Explícanos a nosotros la parábola de la cizaña del campo sembrado.
Él respondiendo, dijo:
El que siembra (ho speirôn)
la buena semilla (to kalón sperma)
es el Hijo del Hombre, (ho huiós tou anthropou)
el campo sembrado es el mundo (kosmos);
la buena semilla (to de kalón sperma)
son los hijos (hoy huiói) del Reino (tês basiléias);
la cizaña son los hijos del malo (tou ponerou);
y el enemigo que la siembra (ho speiras)
es el diablo (ho diábolos);
la siega es la consumación del siglo (suntéleia aiônos);
y los segadores son los ángeles.
Así, pues, como se recoge la cizaña y se echa al fuego para que arda, así será en la consumación del mundo (suntéleia tou aiônos).
Enviará (apostéllei)
el Hijo del Hombre a sus Ángeles, los cuales recogerán de su Reino todos los escándalos (skandala, motivos de tropiezo)
y todos los que obran la iniquidad (tous poiountas tên anomían)
y los arrojarán al horno del fuego (heis ten kaminon tou pirós).
Allí será el llanto (ho klauthmós)
y el rechinar de dientes (kai ho brygmós tôn odóntôn).
Amén-
HOMILÍA
En las parábolas Jesús habla con los métodos empleados por los rabinos de su tiempo. Sus discípulos lo reconocían como rabino, y lo llamaban así: Rabbi, que quiere decir “Grande mío” “Maestro”.
Como los rabinos de su época Jesús enseñaba su doctrina acerca de los misterios de Dios con comparaciones, tomadas fundamentalmente de las Sagradas Escrituras.
Para hablarnos de sí mismo como Palabra de Dios hecho hombre, Jescristo utiliza las parábolas de la semilla y en ellas, la semilla significa la palabra de Dios, pero también expresa el poder dador de vida, engendrador, que tiene una palabra que es capaz de hacer de nosotros hijos de Dios por la divina regeneración.
Por eso, en la parábola del sembrador, Jesús nos habla del sembrador sembrado, del sembrador que es a la vez la semilla que él siembra porque es la Palabra de Dios hecho hombre que habla para sembrarse en los corazones de los oyentes.
El énfasis revelatorio de la parábola del sembrador, está en que la semilla es la Palabra de Dios hecha hombre y de que su fruto en los corazones, depende de la disposición de los terrenos en que cae, de la disposición o impedimentos que encuentra en ellos para germinar y crecer, para ser creída, recibida y vivida, Esto lo ha explicado antes Jesús, en la parábola del Sembrador. Si nos preguntamos dónde pudo encontrar Jesús, como buen rabino admirado por sus discípulos que le llamaban así asociadas en la Torah, la Palabra de Dios y la semilla, y dónde pudo encontrarse con Dios como un sembrador de palabras eficaces, creadoras y vivificantes, pensamos espontáneamente en el primer relato de la Creación y especialmente en la obra del tercer día (Gn 1, 9-13).
El tercer día de la creación nos hace asistir a la última de las obras de separación y a la primera de las obras de ornato. Dios crea la orilla separando las aguas de lo seco. Y ordena a lo seco, a la tierra, que produzca plantas de semilla y árboles de fruto con su semilla dentro.
Tres elementos simbólicos encontramos aquí que nos evocan el escenario del Sermón parabólico del capítulo cuarto de Marcos:
1) La orilla del mar, que será el escenario de la predicación de Jesús, como lo señala insistentemente san Marcos, y
2) la Palabra de Dios como semilla de las primeras plantas y árboles,
3) las semillas que producen plantas y árboles.
A la pregunta – tan del gusto del ingenio rabínico - de qué es lo primero, si la planta o la semilla, el autor del Génesis es taxativo: lo que la tierra produce son plantas y árboles capaces de dar semilla. Lo primero son las plantas. ¿Cuál es pues la semilla primigenia de toda planta y árbol frutal, de las mieses y las vides, sino la Palabra ordenadora y creadora?
En la parábola del Sembrador, el Verbo de Dios no es solamente sembrador sino a la vez Palabra y semilla. Es el sembrador que se siembra a sí mismo, el sembrador sembrado. Se siembra en el campo del mundo como el esperma o el semen, la semilla divina que, por la Palabra, engendrará hijos de Dios.
En la parábola del trigo y la cizaña, cuya explicación hemos leído en el evangelio de hoy, se despliega un nuevo aspecto del misterio de la acción de la Palabra encarnada: su potencia regeneradora capaz de engendrar de los hombres hijos de Dios. Se explicita que esa Palabra de Dios es el esperma divino, el semen divino, principio de generación de los hijos de Dios.
En hebreo, en griego y en latín, la palaba semilla, además del primera acepción propia en sentido botánico que designa la semilla en el mundo vegetal, sirve de soporte a un sentido metafórico o simbólico para expresar el principio masculino de la generación humana: el semen o esperma viril.
Las palabras
zera’ en hebreo,
sperma en griego y
semen en latín
se emplean en esas tres lenguas para expresar tanto la semilla vegetal como también el esperma o semen paterno como principio de generación humana.
Pero además, en un segundo sentido figurado designa la descendencia nacida del semen paterno en su conjunto: la familia, la tribu, el pueblo, la ciudad, la nación entera.
El salmista exclama:
“oh vosotros , simiente (zera’) de Abraham su siervo, hijos de Jacob, sus escogidos” (Salmo 106, 5)
Y por boca de Isaías se dice: “Y tú, Israel, siervo mío, Jacob a quien elegí, simiente (zera’) de mi amigo Abraham”
De modo que en las Sagradas Escrituras semilla, zera’, sperma, semen, simiente designan a los hijos o familia de Dios Padre que son ahora, “linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido” (1ª Pedro 2, 9). Es la entera familia de los hijos de Dios, la comunión de los santos, la Iglesia militante y triunfante.
La imagen del pueblo de Dios como sembradío se encuentra tanto en Isaías como en la enseñanza de Jesucristo que estamos comentando y en San Pablo.
Dice el Señor por Isaías: “Derramaré agua sobre el sediento suelo, audales sobre la tierra seca, derramaré mi Espíritu sobre tu linaje, mi bendición cuanto nazca de ti” (Isa 44, 3)
Y en el mismo plano simbólico piensa san Pablo cuando dice:
“Yo planté, Apolo regó, pero es Dios quien dió el crecimiento… es Dios quien hace crecer… vosotros sois sembrado (georgion) de Dios” (1ª Corintios 3, 5-6.9 )
O San Pedro “habéis sido re-engendrados no de un germen (sporás) corruptible, sino incorruptible: por la palabra (logos) del Dios viviente” (1ª Pedro 1,23-24).
En la explicación de la parábola de la cizaña se sugiere veladamente el misterio de la regeneración, de la generación divina por obra del Espíritu Santo que hace hijos.
A sus discípulos Jesús se lo dice claramente:
“El que siembra (ho speirôn)
la buena semilla (to kalón sperma)
es el Hijo del Hombre, (ho huiós tou anthropou)
el campo sembrado es el mundo (kosmos);
la buena semilla (to de kalón sperma)
son los hijos (hoy huiói) del Reino (tês basiléias)”
Aparecen en esta escena de la Parábola, además del Hijo del Hombre, y de los hijos del reino de Dios unos hijos del demonio.
“la cizaña son los hijos del Malo (tou ponerou);
y el enemigo (ho ejthrós)
que la siembra (ho speiras)
es el diablo (ho diábolos)”
No podemos detenernos más en este aspecto. Solamente recordar que Jesús plantea una alternativa de hierro: o se es hijo de Dios o se es hijo del demonio. La descendencia del demonio, la raza de víboras, la generación perversa, es un polo negativo, una sombra que no se puede ignorar. “Vosotros no conocéis a mi Padre ni a mí” (Jn 8, 16) “Por eso queréis matarme porque vuestro padre es el diablo” (Juan 8, 43-44).
De esas vertientes opuestas de paternidad y filiación nos habla la parábola de la cizaña.
Estamos siempre ante la elección de vivir como hijos de Dios, o como hijos del padre de la mentira y homicida desde el principio.
Cuando vivimos como hijos encontramos la cizaña, a nuestro alrededor nuestro, pero también dentro de nosotros mismos, donde se mezclan nuestras malas pasiones y la gracia divina y nuestra buena voluntad. Experimento, como dice San Pablo, que: “no obro el bien que quiero sino que obro el mal que no quiero” (Rom 7, 9).
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