La
Misa es algo próximo y querido. En cambio, el libro del Apocalipsis parece
lejano y desconcertante. Página tras página nos deslumbra con imágenes extrañas
y aterradoras: guerras y plagas, bestias y ángeles, ríos de sangre, ranas
demoníacas y dragones de siete cabezas.
Y
el personaje que despierta más simpatía es un cordero de siete cuernos y siete
ojos. «Si esto es solamente la superficie, dicen algunos católicos, no creo
que quiera ver las
profundidades».
Sin
embargo, una clave maravillosa para comprender la Misa es el libro bíblico del
Apocalipsis; y, viceversa: la Misa es el único camino por el que un cristiano puede
encontrarle verdaderamente sentido al Apocalipsis.
Sobre esta relación entre la
Santa Misa y el Apocalipsis que se iluminan mutuamente ha escrito ha escrito un
libro el pastor calvinista converso del protestantismo Scott Hahn. El libro se
titula: “La cena del Cordero. La Misa, el cielo en la tierra”.
Esta
íntima relación entre la Misa y el Apocalipsis puede parecernos extraña a los
católicos, porque durante muchos años lo hemos estado leyendo o bien oyendo
leer al margen de la tradición cristiana.
Scott
Hahn afirma que las interpretaciones que conoce la mayoría de la gente que ha
oído algo sobre el Apocalipsis son las que han hecho los periódicos o las
listas de libros más vendidos, y han sido mayoritariamente protestantes.
“Lo
sé por propia experiencia – dice- llevo estudiando el libro del Apocalipsis más
de veinte años. Hasta 1985 lo estudié como ministro protestante y en todos esos
años me encontré enfrascado, una tras otra, en la mayoría de las teorías. interpretativas
que estaban en boga o que ya estaban pasadas de moda.
Probé
con cada llave, pero ninguna pudo abrir la puerta. De vez en cuando oía un clic
que me daba esperanzas. Pero sólo cuando empecé a contemplar la Misa, sentí que
la puerta empezaba a ceder, poco a poco. Gradualmente me encontré atrapado por
la gran tradición cristiana y en 1986 fui recibido en plena comunión con la
Iglesia católica.
Después
de eso, las cosas se fueron aclarando en mi estudio del libro del Apocalipsis.
«Después tuve una visión: ¡una puerta abierta en el cielo!» (Ap 4, l).
Y la puerta daba a... la Misa
de domingo en tu parroquia”.
En
este momento, puede replicar más de un fiel católico que su experiencia semanal
de la Misa es cualquier cosa menos celestial. De hecho, se trata de una hora
incómoda, interrumpida por bebés que chillan, sosos cantos desafinados, homilías
que divagan sinuosamente y sin sentido, y gente a tu alrededor vestida como si
fuera a ir a un partido de fútbol, a la playa o de excursión.
Aun
así, hay que insistir, porque es la verdad, aunque sólo los ojos de la fe
pueden contemplarla, en que realmente estamos en el cielo cuando vamos a Misa,
y esto es verdad en cada Misa a la que asistimos, con independencia de la
calidad de la música o del fervor de la predicación.
No
se trata de aprender a « mirar el lado bueno» de liturgias descuidadas. Ni de
desarrollar una actitud más caritativa hacia los que cantan sin oído.
Se trata, de algo que es
objetivamente verdad, algo tan real como el corazón que nos late dentro del
pecho, aunque raramente reparemos en él.
La
Misa y cada una de las misas es el cielo en la tierra es comunión de este altar
con el altar del cielo.
No
se trata de una ocurrencia humana; es la fe de la Iglesia.
Tampoco
es una idea nueva; existe aproximadamente desde el día en que San Juan tuvo su
visión del Apocalipsis. Pero es una idea que no hemos entendido muchos
católicos de los últimos siglos.
La
mayoría de nosotros admitirá que queremos «sacar algo más» de la Misa. Bien, no
podemos conseguir nada mayor que el cielo mismo.
Los
escrituristas debaten interminablemente sobre quién escribió el libro del
Apocalipsis, cuándo, dónde y por qué, y hasta en qué tipo de pergamino.
Lo
que importa saber es que el Apocalipsis es un libro místico. Que nos
permite acercarnos a la santa Misa por
nuevos caminos interiores. Caminos espirituales posiblemente distintos de los que
estamos acostumbrados a recorrer.
El
cielo baja a la tierra cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía aunque la
Misa parezca diferente de un lugar a otro y de un tiempo a otro. O también
viceversa, como dice el canon primero: “Te pedimos humildemente oh Dios Omnipotente,
que mandes que estas ofrendas sean llevadas por manos de tu santo Ángel hasta tu
altar sublime del cielo, a la presencia de tu divina majestad, para que
todos cuantos participando de este altar recibiéremos el sacrosanto
Cuerpo y Sangre de tu Hijo seamos colmados de toda bendición celestial y
gracia”
La
mayoría de los católicos estamos acostumbrados a la liturgia de rito latino (de
hecho, la palabra «Misa» propiamente se refiere sólo a la liturgia eucarística
de rito latino).
Pero
hay muchas liturgias eucarísticas en la Iglesia católica: ambrosiana, armenia,
bizantina, caldea, copta, malabar, malankar, maronita, melquita y rutena, entre
otras.
Cada
una tiene su propia belleza; cada una tiene su propia sabiduría; cada una nos
muestra un rincón diferente del cielo en la tierra.
Pero
sea en el rito que sea, aproximarnos a la santa Misa como a la cena del Cordero
del Apocalipsis puede abrirnos los ojos interiores para revelarnos lo que es la
Misa.
Pidamos
un corazón nuevo para que, a través del estudio y la oración, crezcamos más y
más en amor a los misterios cristianos que nos ha dado el Padre.
El
libro del Apocalipsis nos puede mostrar la Misa como el cielo en la tierra. Al
concluir la misa, volvemos a la tierra, seguimos adelante, sin dilación, porque
nuestro viaje al cielo debe continuar. Por eso, la santa misa, nos reúne a los
peregrinos por un momento y nos saca del tiempo para devolvernos al tiempo
transformados, con el rostro resplandeciente, como el de Moisés cuando salía de
la Tienda santa. Cristo nos enviará: “podéis ir en paz”, Ite Missa est, Vayan,
la misa terminó”. Como el Padre me envió así los envío yo.
Juan Pablo II, hablando en una visita ad Limina a los
obispos de Estados Unidos les decía acerca de la pastoral de la liturgia
eucarística: «el desafío
ahora consiste [...] en
alcanzar el punto exacto de equilibrio, en especial entrando más
profundamente en la dimensión contemplativa del culto [...]. Esto sucederá
sólo si reconocemos que la liturgia tiene dimensiones tanto locales como
universales, tanto temporales como eternas, tanto horizontales como verticales,
tanto subjetivas como objetivas.
Precisamente
estas tensiones dan al culto católico su carácter distintivo.
La Iglesia universal está
unida en un gran acto de alabanza, pero es siempre el culto de una comunidad
particular en una cultura particular. Es el eterno culto del cielo, pero a la
vez está inmerso en el tiempo».
Y concluía:
«en el centro de esta experiencia de peregrinación está nuestro viaje de
pecadores a la profundidad insondable de la liturgia de la Iglesia, la liturgia
de la creación, la liturgia del cielo que, en definitiva, son todas culto de
Jesucristo, el eterno Sacerdote, en quien la Iglesia y toda la creación se
ordenan a la vida de la Santísima Trinidad, nuestra verdadera morada».
Juan
Pablo II desarrolla más a fondo esta visión en su Carta Apostólica de 1995 Orientale
lumen («La Luz de Oriente») en la que nos dejó hermosas enseñanzas sobre el
monacato oriental, válidas también para el monacato occidental.
“A
Cristo, el Hombre-Dios, se dirige la mirada del monje: en su rostro
desfigurado, varón de dolores, descubre ya el anuncio profético del rostro
transfigurado del Resucitado. Al espíritu contemplativo Cristo se revela como a
las mujeres de Jerusalén, que subieron a contemplar el misterioso espectáculo
del Calvario. Y así, formada en esa escuela, la mirada del monje se acostumbra
a contemplar a Cristo también en los pliegues escondidos de la creación y en la
historia de los hombres, también ella comprendida en su progresivo conformarse
al Cristo total.
La mirada progresivamente
cristificada aprende así a alejarse de lo exterior, del torbellino de los
sentidos, es decir, de cuanto impide al hombre la levedad que le permitiría
dejarse conquistar por el Espíritu. Al recorrer ese camino, se deja reconciliar
con Cristo en un incesante proceso de conversión: en la conciencia de su pecado
y de la lejanía del Señor, que se transforma en compunción del corazón, símbolo
de su bautismo en el agua saludable de las lágrimas; en el silencio y en el
sosiego interior buscado y donado, donde se aprende a hacer que el corazón
palpite en armonía con el ritmo del Espíritu, eliminando toda doblez o
ambigüedad. Este hacerse cada vez más sobrio y esencial, más transparente a sí
mismo, puede llevarlo a caer en el orgullo y en la intransigencia, si llega a
considerar que eso es fruto de su esfuerzo ascético. El discernimiento
espiritual, en la purificación continua, lo vuelve entonces humilde y manso,
consciente de captar sólo algún rasgo de esa verdad que lo sacia, porque es don
del Esposo, único que encierra la plenitud de la felicidad”.
Quizás nos pueda sorprender
el lenguaje imaginario del Apocalipsis. Dionisio Areopagita explica en su obra
sobre la Jerarquía Celeste por qué la Sagrada Escritura puede describirnos a
seres sublimes con imágenes desconcertantes. Seres alados y llenos de ojos, de
aspecto poco atrayente. De esas figuras está también lleno el Apocalipsis.
“12.
A Cristo, el Hombre-Dios, se dirige la mirada del monje: en su rostro
desfigurado, varón de dolores, descubre ya el anuncio profético del rostro
transfigurado del Resucitado. Al espíritu contemplativo Cristo se revela como a
las mujeres de Jerusalén, que subieron a contemplar el misterioso espectáculo
del Calvario. Y así, formada en esa escuela, la mirada del monje se acostumbra
a contemplar a Cristo también en los pliegues escondidos de la creación y en la
historia de los hombres, también ella comprendida en su progresivo conformarse
al Cristo total.
La mirada progresivamente cristificada aprende así a
alejarse de lo exterior, del torbellino de los sentidos, es decir, de cuanto
impide al hombre la levedad que le permitiría dejarse conquistar por el
Espíritu. Al recorrer ese camino, se deja reconciliar con Cristo en un
incesante proceso de conversión: en la conciencia de su pecado y de la lejanía
del Señor, que se transforma en compunción del corazón, símbolo de su bautismo
en el agua saludable de las lágrimas; en el silencio y en el sosiego interior
buscado y donado, donde se aprende a hacer que el corazón palpite en armonía
con el ritmo del Espíritu, eliminando toda doblez o ambigüedad. Este hacerse
cada vez más sobrio y esencial, más transparente a sí mismo, puede llevarlo a
caer en el orgullo y en la intransigencia, si llega a considerar que eso es
fruto de su esfuerzo ascético. El discernimiento espiritual, en la purificación
continua, lo vuelve entonces humilde y manso, consciente de captar sólo algún
rasgo de esa verdad que lo sacia, porque es don del Esposo, único que encierra
la plenitud de la felicidad”.
La palabra monje viene del griego monajós, que significa,
unificado, unido. Se trata de la unificación de la persona entera alrededor de
un amor que no aniquila ni destruye los demás, sino que los arracima y los
reúne bajo el gobierno de un solo amor, un único amor que predomina sobre los
demás. Y que, puesto que debido al pecado original todos los amores humanos
piden sanación y salvación, sana y santifica todos los demás amores.
El monje busca la perfección de este amor, el amor a Dios
perfecto, la caridad perfecta. No una perfección moral que permita amar. Sino
un amor que sane, santifique y perfeccione también psíquica y moralmente el
corazón en el que tiene su templo.
Pocas realidades humanas expresan tan bien la unicidad de
este amor como la alianza esponsal fiel y duradera que hace de dos uno solo.
Por eso, la santa Misa es, en el tiempo, la celebración del “banquete de bodas
del Cordero” con el alma que, como la sierva sedienta, llega a la fuente del
amor, a la corriente de aguas vivas. La copa que Jesús pasa a sus discípulos,
es la copa que el Cordero bebe con su Esposa, la Iglesia, y con cada alma
esponsal que se allega a la santa Misa.
Este es un primer símbolo del libro del Apocalipsis que,
como una llavecita que nos brinda la fe, para vivir la misa como celebración de
desposorios.
Nos
abre este profundo seno de amor esponsal a la que está invitada la mujer
consagrada, la novia, la esposa-Iglesia-individual, la carmelita.
[Ver el libro de Scott Hahn, Las Bodas del Cordero. La Misa, el Cielo en la Tierra. Ed. Rialp, Madrid 2011 (15ª ed.) Patmos, Libros de Espiritualidad]
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