De la vida de Hugo de San Víctor tenemos pocas noticias. Son inciertas la fecha y el lugar de su nacimiento: quizás en Sajonia o en Flandes. Se sabe que llegado a París – la capital europea de la cultura de la época –, transcurrió el resto de sus años en la abadía de San Víctor, donde fue primero discípulo y después maestro. Ya antes de su muerte, sucedida en 1141, alcanzó una gran notoriedad y estima, hasta el punto de ser llamado un “segundo san Agustín”: como Agustín, de hecho, meditó mucho sobre la relación entre fe y razón, entre ciencias profanas y teología. Según Hugo de San Víctor, todas las ciencias, además de ser útiles para la comprensión de las Escrituras, tienen un valor en sí mismas y deben ser cultivadas para engrandecer el saber del hombre, como también para corresponder a su anhelo de conocer la verdad. Esta sana curiosidad intelectual le indujo a recomendar a los estudiantes que no ahogaran nunca el deseo de aprender y en su tratado de metodología del saber y de pedagogía, titulado significativamente Didascalicon (sobre la enseñanza), recomendaba: “Aprende gustoso de todos lo que no sabes. Será el más sabio de todos quien haya querido aprender algo de todos. Quien recibe algo de todos, acaba por convertirse en el más rico de todos” (Eruditiones Didascalicae, 3,14: PL 176,774).
La ciencia de la que se ocupan los filósofos y los teólogos de los Victorinos es de forma particular la teología, que requiere ante todo el estudio amoroso de la Sagrada Escritura. Para conocer a Dios, de hecho, no se puede sino partir de lo que Dios mismo ha querido revelar de sí mismo a través de las Escrituras. En este sentido, Hugo de San Víctor es un típico representante de la teología monástica, totalmente fundada sobre la exégesis bíblica. Para interpretar la Escritura, propone la tradicional articulación patrístico-medieval, es decir el sentido histórico-literal, ante todo, después el alegórico y analógico, y finalmente el moral. Se trata de cuatro dimensiones del sentido de la Escritura, que también hoy se redescubren de nuevo, porque se ve que en el texto y en la narración ofrecida se esconde una indicación más profunda: el hilo de la fe, que nos conduce hacia lo alto y nos guía sobre esta tierra, enseñándonos cómo vivir. Con todo, aun respetando estas cuatro dimensiones del sentido de la Escritura, de modo original respecto a sus contemporáneos, insiste – y esto es algo nuevo – en la importancia del sentido histórico-literal. En otras palabras, antes de descubrir el valor simbólico, las dimensiones más profundas del texto bíblico, es necesario conocer y profundizar el significado de la historia narrada en la Escritura: de lo contrario – advierte con un ejemplo eficaz – se corre el riesgo de ser como los estudiosos de gramática que ignoran el alfabeto. A quien conoce el sentido de la historia descrita en la Biblia, las circunstancias humanas parecen marcadas por la Providencia divina, según un designio bien ordenado. Así, para Hugo de San Víctor, la historia no es el resultado de un destino ciego o de un caso absurdo, como podría parecer. Al contrario, en la historia humana opera el Espíritu Santo, que suscita un maravilloso diálogo de los hombres con Dios, su amigo. Esta visión teológica de la historia pone en evidencia la intervención sorprendente y salvífica de Dios, que realmente entra y actúa en la historia, casi se hace parte de nuestra historia, pero siempre salvaguardando y respetando la libertad y la responsabilidad del hombre.
Para nuestro autor, el estudio de la Sagrada Escritura y de su significado histórico-literal hace posible la teología verdadera y auténtica, es decir, la ilustración sistemática de las verdades, conocer su estructura, la ilustración de los dogmas de la fe, que representa en sólida síntesis en el tratado De Sacramentis christianae fidei (Los sacramentos de la fe cristiana), donde se encuentra, entre otro, una definición de "sacramento" que, posteriormente perfeccionada por otros teólogos, contiene rasgos aún hoy muy interesantes. “El sacramento”, escribe, “es un elemento corpóreo o material propuesto de forma extraña y sensible, que representa con su parecido una gracia invisible y espiritual, la significa, porque con este fin ha sido instituido, y la contiene, porque es capaz de santificar” (9,2: PL 176,317). Por una parte la visibilidad en el símbolo, la “corporeidad” del don de Dios, en el que con todo, por otra parte, se esconde la gracia divina que proviene de una historia: Jesucristo mismo ha creado los símbolos fundamentales. Tres son por tanto los elementos que concurren en la definición de un sacramento, según Hugo de San Víctor: la institución por parte de Cristo, la comunicación de la gracia, y la analogía entre el elemento visible, el material y el elemento invisible, que son los dones divinos. Se trata de una visión muy cercana a la sensibilidad contemporánea, porque los sacramentos son presentados con un lenguaje entretejido de símbolos y de imágenes capaces de hablar inmediatamente al corazón de los hombres. Es importante también hoy que los animadores litúrgicos, y en particular los sacerdotes, valoren con sabiduría pastoral los signos propios de los ritos sacramentales – esta visibilidad y tangibilidad de la Gracia – cuidando atentamente su catequesis, para que cada celebración de los sacramentos sea vivida por todos los fieles con devoción, intensidad y alegría espiritual.
Un digno discípulo de Hugo de San Víctor es Ricardo, procedente de Escocia. Fue prior de la abadía de san Víctor entre 1162 y 1173, año de su muerte. También Ricardo, naturalmente, asigna un papel fundamental al estudio de la Bibia, pero a diferencia de su maestro, privilegia el sentido alegórico, el significado simbólico de la Escritura con el que, por ejemplo, interpreta la figura veterotestamentaria de Benjamín, hijo de Jacob, como símbolo de la contemplación y cumbre de la vida espiritual. Ricardo trata este argumento en dos textos, Benjamín menor y Benjamín mayor, en los que propone a los fieles un camino espiritual que invita ante todo a ejercitar las diversas virtudes, aprendiendo a disciplinar y a ordenar con la razón los sentimientos y los movimientos interiores afectivos y emotivos. Solo cuando el hombre ha alcanzado el equilibrio y la madurez humana en este campo, está preparado para acceder a la contemplación, que Ricardo define como “una mirada profunda y pura del alma dirigido a las maravillas de la sabiduría, asociada a un sentido extático de asombro y de admiración” (Benjamin Maior 1,4: PL 196,67).
La contemplación es por tanto el punto de llegada, el resultado de un arduo camino, que comporta el diálogo entre la fe y la razón, es decir – una vez más – un discurso teológico. La teología parte de las verdades que son objeto de la fe, pero intenta profundizar su conocimiento con el uso de la razón, apropiándose del don de la fe. Esta aplicación del razonamiento a la comprensión de la fe se practica de modo convincente en la obra maestra de Ricardo, uno de los grandes libros de la historia, el De Trinitate (La Trinidad). En los seis libros que lo componen reflexiona con agudeza sobre el Misterio de Dios uno y trino. Según nuestro autor, dado que Dios es amor, la única sustancia divina comporta comunicación, oblación y dilección entre dos Personas, el Padre y el Hijo, que se encuentran entre sí con un intercambio eterno de amor. Pero la perfección de la felicidad y de la bondad no admite exclusivismos y cerrazones; al contrario, reclama la eterna presencia de una tercera Persona, el Espíritu Santo. El amor trinitario es participativo, concorde, y comporta sobreabundancia de delicia, goce de alegría incesante. Es decir, Ricardo supone que Dios es amor, analiza la esencia del amor, qué es lo que está implicado en la realidad del amor, llegando así a la Trinidad de las Personas, que es realmente la expresión lógica del hecho que Dios es amor.
Ricardo con todo es consciente de que el amor, si bien nos revela la esencia de Dios, nos hace “comprender” el Misterio de la Trinidad, es sin embargo sólo una analogía para hablar de un Misterio que supera a la mente humana, y – poeta y místico como es – recurre también a otras imágenes. Compara por ejemplo la divinidad a un río, a una ola amorosa que brota del Padre, fluye y vuelve a fluir en el Hijo, para ser después felizmente difundida en el Espíritu Santo.
Queridos amigos, autores como Hugo y Ricardo de San Víctor elevan nuestra alma a la contemplación de las realidades divinas. Al mismo tiempo, la inmensa alegría que nos procuran el pensamiento, la admiración y la alabanza de la Santísima Trinidad, funda y sostiene el compromiso concreto de inspirarnos en ese modelo perfecto de comunión y de amor para construir nuestras relaciones humanas de cada día. ¡La Trinidad es verdaderamente comunión perfecta! ¡Cómo cambiaría el mundo si en las familias, en las parroquias y en toda otra comunidad las relaciones se vivieran siguiendo siempre el ejemplo de las tres Personas divinas, en donde cada una vive no solo con la otra, sino para la otra y en la otra! Lo recordaba hace algún mes en el Ángelus: “Sólo el amor nos hace felices, porque vivimos en relación, y vivimos para amar y para ser amados”(L’Oss. Rom., 8-9 junio 2009, p. 1). Es el amor el que realiza este incesante milagro: como en la vida de la Santísima Trinidad, la pluralidad se recompone de unidad, donde todo es complacencia y alegría. Con san Agustín, tenido en gran honor por los Victorinos, podemos exclamar también nosotros: "Vides Trinitatem, si caritatem vides - contempla la Trinidad, si ves la caridad" (De Trinitate VIII, 8,12).
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